Consideraciones Generales

Como para ir comenzando, lo primero que debe decirse es que “un cuadro de estrés debe ser entendido como una realidad existencial nociva para la salud y prolongada en el tiempo”.

Esta se produce a pesar de las vigorosas condiciones naturales del organismo, para afrontar situaciones difíciles y agresivas para el equilibrio integral de la persona, afectando –de ordinario- tanto la mente como el cuerpo.

Por ejemplo (y solo por ejemplo), el estrés puede alterar seriamente el indispensable descanso nocturno.

Esto, en la práctica, hace que la persona, a medida que pasa el tiempo y se suceden las noches de mal dormir, comience a comprender que su sueño es de baja calidad. Sea porque sólo logra dormir algunas pocas horas; sea porque cualquier molestia menor hace que se despierte; o sea, simplemente, porque se da cuenta que más que “dormir” solo llega a “dormitar”.

Sin embargo, frecuentemente, tiene dificultades para “conectar” un período de mal dormir con algunas de sus consecuencias inmediatas, tales como:

  • La tendencia a dormirse en cualquier momento del día.
  • Una notoria disminución en su capacidad de concentración (por ejemplo, al momento de conversar, estudiar o conducir).
  • Temblores corporales y dificultades para concentrar la visión.
  • Cambios repentinos de humor.
  • Algunos episodios de tristeza o irritabilidad.
  • Cierto cambio de “foco”, por el cual pasa de una actitud habitual de normalidad y realismo de vida, a otra marcada por el pesimismo, la ansiedad y el descontento; etc.

 

Además, otro aspecto que conviene resaltar de entrada, es que “el estrés nunca es estacionario; avanza si no se le controla o retrocede si es tratado adecuadamente”.

Esto significa que, si bien ninguna persona puede considerarse totalmente libre de estrés, aquellas que sí lo padecen como una condición casi permanente, no podrán esperar que el mero paso del tiempo revierta la situación. El estrés tiene su propia dinámica, y controlarlo supone tomar una decisión.

Por otra parte, el estrés puede afectar a las personas, en mayor o menor grado y en cualquier etapa de sus vidas, aunque ello depende bastante del contexto familiar, del estilo de vida que llevan, de la cultura y prácticas urbanas del lugar donde viven, de las particularidades y del ambiente del trabajo que realizan, entre otros factores.

 

Sin embargo, más que aspectos específicos como los mencionados, lo realmente determinante para el progreso o no del estrés, es lo que pueda resultar de “la combinación de todos los factores estresantes en el estilo de vida, globalmente considerado”, de una persona y su grupo.

Por ejemplo, se considera que el estrés laboral (sobre el cual ya se hablará más adelante) es uno de los más perniciosos, y es directamente proporcional a los niveles de exigencias, a la sobrecarga horaria, o a las presiones ejercidas para reducir el tiempo que se consume para la ejecución de cada tarea.

Esto es cierto, pero no en todos los casos.

Un ejemplo: pensemos en una familia que debe atender a un anciano enfermo totalmente postrado desde hace tiempo, y cuyo cuidado implica un sin número de exigencias (atender a sus necesidades fisiológicas, asearlo, proveerle de sus medicamentos, contenerlo emocionalmente, interrumpir el propio descanso nocturno para satisfacerle alguna necesidad imprevista, etc.).

En este caso, probablemente los adultos mayores del grupo familiar estarán expuestos a una situación de estrés mucho mayor que la que pueda implicar la jornada laboral.

 

También, conviene adelantar ya desde el principio, que el estrés es, en muchos casos, “la causa primaria” y remota de posteriores afecciones psíquicas, emocionales o físicas, aún cuando, inicialmente pueda parecer que no hay relación entre la causa (en este caso, el estrés) y sus efectos (una afección posterior).

Por ejemplo: el estrés prolongado puede generar una sensación de opresión en el pecho y cierta falta de aire.

Aquí, lo habitual sería que la persona concurra al cardiólogo y sea sometida a diversas pruebas y exámenes. Es lo recomendable, en sintonía con lo que manda el sentido común.

Ahora bien. El paciente difícilmente le referirá al profesional médico sobre eventuales situaciones estresantes por las que pudiera estar pasando desde hace algún tiempo. Y el cardiólogo, por su parte, tras la sintomatología descrita por la persona, de ordinario procederá al examen físico según los protocolos clínicos vigentes.

En otras palabras, ni el paciente ni el profesional se interesarán durante la consulta, en otra cosa que no sea la detección de una posible anomalía física que pudiera provocar los síntomas en cuestión.

En este marco y suponiendo que todos los estudios dieran bien, es posible que recién al final de todo el proceso, ante la inexistencia de causales físicas, el cardiólogo pregunte a la persona sobre posibles factores emocionales que le pudiera estar provocando las molestias físicas que motivaron la consulta.

 

Desde otro ángulo, algunos revelamientos de los últimos años, tomados aleatoriamente, pueden sorprender y apabullar.

Que en la Unión Europea unos cuarenta millones de personas sufran de esta afección, según la Asociación Española de Medicina del Trabajo; o que en Argentina, considerando sólo la Ciudad Autónoma y la provincia de Buenos Aires, casi la mitad de las personas que concurren a centros públicos de salud lo hagan por motivos de estrés; o que Chile sea el país que presenta la tasa más alta del mundo de personas que sufren algún grado de depresión, equivalente a cuatro veces más la media internacional, por nombrar, ciertamente puede sorprender y preocupar.

Sin embargo, cualquier revelamiento o estadística, al abarcar un horizonte limitado y definido de casos (por ejemplo, cuántos niños padecen de estrés en tal lugar), revelan –sin pretenderlo- un dato mayor: el número de afectados (si fuera posible tomarlos conjuntamente y sin distinguir los síntomas específicos), seguramente treparía a valores impredecible, con el agravante de que demasiadas personas en el mundo ignoran, completamente, que padecen de estrés, aunque sufran sus consecuencias.

 

Pero, ¿qué cosas o situaciones lo provocan?

Sobre esto, debe decirse que las causas que provocan estrés, provienen de ámbitos muy diversos y heterogéneos aunque, finalmente, todo se combina en la esfera psicoafectiva de las personas y daña.

Los problemas conyugales, la crianza y educación de los hijos, las dificultades económicas, los imprevistos financieros; los inconvenientes laborales, una enfermedad o desgracia familiar.

En rigor, puede ser cualquier cosa. Una decepción. La soledad. Un hecho de inseguridad. Una injusticia. Cualquier cosa. Todo, si no se aprende a controlarlo, se combina y puede estresar.

 

¿Es para preocuparse? En realidad, más que motivo de preocupación se trata de una materia de la cual hay que ocuparse. Hay que recordar, como se dijo más arriba, que el estrés nunca es estacionario; avanza si no se lo controla o retrocede si es tratado adecuadamente.

 

Por último, un interrogante práctico: ¿Cómo hacer para explicar todas estas cosas a una persona que no sabe casi nada sobre la incidencia del estrés en su propia vida y en la de sus seres queridos?

Hay varias maneras. Tal vez, en la actualidad, convenga recurrir a materiales digitales para asegurar la claridad conceptual de la explicación y, en consecuencia, una mejor y cabal comprensión del tema.

En este sentido, la calidad estética, por ejemplo de un video o un audio, siempre será importante. Sin embargo, “el acento” se debe poner en que lo que se vea o se escuche, resulte claro para la persona y le ayude a lograr una comprensión más amplia de la cuestión.

El siguiente vídeo, con todas sus imperfecciones, es sólo un ejemplo de lo dicho.

WALTER EDGARDO ECKART

Estudios de Teología y Filosofía. Escritor. Facilitador para el Control del Estrés

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