Arrepentirse
El otro día veía en un "reality show" a uno de los concursantes recordar cómo había descontrolado su ira hacia una compañera, llegando hasta el límite de la agresividad, que no llegó a sobrepasar por poco. Su actitud primera fue reconocer que le daba vergüenza su propio comportamiento y la segunda, empujada por la invitación del presentador, pedir perdón. Le felicito por ambas cosas pero, en especial, por la primera.
Desde hace tiempo vengo reflexionando sobre el término "arrepentimiento". Vuelvo a él a raíz de estar leyendo el libro "Mero Cristianismo" de C.S. Lewis (creador, entre otras obras, de las "Crónicas de Narnia"). En una de sus páginas escribe:
"... deponer vuestras armas, rendiros, pedir perdón, daros cuenta de que habéis escogido el camino equivocado y disponeros a empezar vuestra vida nuevamente desde el principio... esa es la única manera de salir del "lío". Este proceso de rendición -este movimiento hacia atrás a toda máquina- es lo que los cristianos llaman arrepentimiento. Y el arrepentimiento no es divertido en absoluto. Es algo mucho más difícil que bajar la cabeza humildemente. El arrepentimiento significa desaprender toda la vanidad y la autoconfianza en la que nos hemos estado ejercitando durante miles de años."
Pues bien, quiero reivindicar el arrepentimiento como algo necesario y terapéutico, no sólo en el plano de la relación con uno mismo sino también en el de la relación con los demás; y no sólo como una actitud propia de los creyentes sino como una actitud exportable a toda persona, independientemente de sus creencias.
Es muy habitual oír la expresión: "yo no me arrepiento de nada de lo que he hecho". En mi opinión, esta expresión refleja una pertinaz cabezonería, una gran soberbia o, en el mejor de los casos, una solemne estupidez. Si esto se utiliza como forma de demostrar arrojo ante la vida es, precisamente, muestra de todo lo contrario.
Opino que debería aparecer más a menudo en el vocabulario mediático al uso (libros de autoayuda, talleres de asertividad...). Se nos invita constantemente al cambio personal para ser mejores: más justos, más solidarios, más tolerantes, más eficaces, más exitosos... pero no se habla tanto de sentirnos equivocados y digerir el mal trago de reconocer que hemos herido a alguien. Afrontar eso sí que es valeroso.
También es habitual pedir disculpas claramente vacías de contenido. En una sociedad basada en la imagen, es obvio que hay que pedir disculpas (que no perdón): queda bien. El problema es cuánto dejamos que nos cuestione y cuánto asumimos que "la hemos fastidiado".
Desde esto, empiezo a entender algo del significado de la confesión como sacramento de los católicos. La capacidad para reconocer delante de otra persona no implicada que hemos "metido la pata" y hacerlo sin parapetarnos en nuestro propio yo -donde nos ocultamos perfectamente- nos asegura ese plus de humildad necesaria, y bien entendida, ante nuestros errores morales hacia el otro.
En una sociedad en la que los individuos miramos habitualmente más hacia afuera que hacia adentro, no estaría de más empezar a entrenarnos en la práctica de un buen arrepentimiento. Ganaría nuestro interior y nuestro exterior.