Dilemas teóricos en la investigación: ¿para que investigar?

Desde la conformación de la Ciencia como tal en el período conocido como "modernidad" (inaugurado en términos analíticos con la revolución industrial, en la postimetrías de la Ilustración post-renacentista), hubo una gran cantidad de valores que se mantuvieron constantes: la bondad de la ciencia, su objetividad por defecto, el progreso como fin en si mismo y garante del bien para la mayor cantidad de hombres, la razón como faro y barco en el océano del conocer, por nombrar los clásicos.

Con el fin de la utopía moderna (marcado por las dos guerras mundiales, en especial la segunda), llega el fin de la utopía científica también. La llamada post-modernidad (que en palabras más palabras menos puede extenderse hasta la aparición de Internet como elemento de comunicación masivo, aunque autores prefieren afirmar que seguimos en ella) apareció con una fuerte crítica a la histórica Ciencia Positiva: la imposibilidad técnica y filosófica de la objetividad pura; la evidencia de que el progreso solo genera progreso, no necesariamente mayor bienestar; los intereses económicos y políticos que suelen subyacer a determinados conocimientos científicos, la crítica a la epistemología positiva por la ceguera ante ciertas verdades más o menos evidentes, etc.

En este desplazamiento de enfoque, la investigación educativa no queda exenta, y muchos autores (con énfasis en la última década) han colocado sobre la mesa el siguiente dilema: ¿Investigo para liberar o para oprimir? En un sentido abstracto pareciera una frase vacía (muchas veces así es usada), pero lo que se cuestiona es qué estoy haciendo con todos los participantes de una investigación cuando investigo, y a quién estoy beneficiando realmente con mi esfuerzo: si a los estudiantes, docentes y directivos buscando mejorar sus condiciones materiales e ideológicas, o a las llamadas "clases dominantes" que ejercen su hegemonía a partir del conocimiento recabado por los investigadores del campo.

La respuesta optimista consiste en superar esta aparente dicotomía y llevar a cabo una praxis en la que investigador e investigados se acerquen para, juntos, lograr una mejor comprensión del fenómeno educativo que a la vez funcione como punto de partida para cualquier posible revisión o cambio; empleando valores democráticos y humanos como referencia para cualquier acción.

La respuesta más pesimista dirá que todo acto de investigación está cooperando con la hegemonía ejercida por grupos de poder, pues las descripciones de las percepciones que estos grupos tienen es un dato útil para cualquier sujeto que busque conducir voluntades. Se propone como salida el abandono o la resistencia a través de la política como herramienta de concientización.

Lo curioso, si el lector se dio cuenta, es que ambas respuestas tienen mucho de fantasía y poco de direcciones concretas en torno a la investigación educativa. La opinión del que escribe es la siguiente: es una dicotomía ilusoria, mero juego de palabras y actitud crítica. En última instancia el que investiga en educación lo hace porque quiere aportar algo, cambiar la educación para bien, buscar una mejora en la calidad, buscar mayor acceso y democratización del saber, superar el analfabetismo, etc (hay cientos de buenas causas para hacer investigación educativa). Si esta es la actitud que guía la práctica del investigador, el resto en el fondo no importa: ya se ha superado cualquier dilema ética y si alguien busca inculcar o crear problemas donde no los hay, lo mejor es hacer caso omiso. 

Apelar a abstracciones o generar discusiones que no generen frutos concretos, no solo es una pérdida de tiempo sino un peligro en términos éticos: un investigador que, a través de su investigación, busque generar necesariamente pensamiento crítico no es más que un dogmatismo, una imposición éticamente inaceptable pues viola uno de los principios éticos ya revisados: conduce inapropiadamente o tendenciosamente el pensamiento de sujetos que por sus características son vulnerables. Lo éticamente correcto es enseñar a pensar críticamente, no entendiendo crítico a gusto de lo que propongan las teorías, sino de forma vacía, como un molde. El pensamiento crítico es un método abierto, no un dogma de la razón, es una forma de vivir en el mundo que genera conciencia individual y en última instancia colectiva. Pretender darle contenido, politizarla o matizarla es destruirla.

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