El despertar de la Modernidad

La era moderna es la ruptura de todo lo anteriormente conocido, el cuestionamiento sin medias tintas del agriado Medioevo.

 

Sin embargo, la modernidad es más fácilmente asimilable al mundo antiguo que aquello que conocemos hoy, y esto es así porque: los Estados Nacionales no existían, el absolutismo y las guerras estaban a la orden del día, el PBI per cápita crecía poco y despacio, y peor aún, persistían ciertos “fundamentos” sociales que eran difíciles de modificar.

 

En este escenario, se desenvuelve un funcionario florentino llamado Nicolás Maquiavelo. Conocido más por lo que “no” dijo que por lo que escribió (“el fin justifica los medios”), se transformó posteriormente en un clásico del análisis político.

 

Su principal obra, El Príncipe, es sin tapujos un alegato al ejercicio del poder crudo y descarnado.

 

Escrito originariamente para complacerse con la Familia Medici que lo había encarcelado por supuestas traiciones, tiene una curiosa actualidad que denota la inmanencia del comportamiento humano respecto al ejercicio del poder.

 

No es intención de este escrito parafrasear a Maquiavelo, aunque algunas frases pueden resultar útiles para conocer el espíritu de dicha obra:

"... siendo mi fin escribir cosa útil para quién la comprende, he tenido por más conducente seguir la verdad real de la materia que los desvaríos de la imaginación en lo relativo a ella, porque muchos imaginaron repúblicas y principados que no se vieron ni existieron nunca. Hay tanta distancia entre saber cómo viven los hombres y saber cómo deberían vivir ellos que el qué, para gobernarlos, abandona el estudio de lo que se hace para estudiar lo que sería más conveniente hacerse, aprende más bien lo que debe obrar su ruina que lo que debe preservarle de ella..." (Maquiavelo, Nicolás, El Príncipe, ed varias, Capítulo XV).

 

Sobre el Príncipe dice:

No obstante, debe ser prudente en sus reflexiones y en sus acciones, sin alimentar temores imaginarios, procediendo moderadamente y con humanidad, de modo que el exceso de confianza no le haga incauto y el exceso de desconfianza no lo vuelva intolerable. De ahí surge una controversia: si es mejor ser amado que temido, y viceversa. Se contesta que correspondería ser lo uno y lo otro, pero como resulta difícil combinar ambas cosas, es mucho más seguro ser temido que amado cuando una de las dos cualidades falta.” (Maquiavelo, Nicolás, El Príncipe, ed varias, Capítulo XVII).

Maquiavelo fue un fundador, sin quererlo abrió una perspectiva diferente para el gobierno de los hombres.

 

Su atención no está en la constitución de la ciudad ideal, ni en el buen gobernante, sino en las circunstancias de la fundación de la ciudad. Es decir, en su tradición político – institucional.

 

También fue quién desteologizó y desmoralizó la política.

 

Le proporcionó impronta a su esencia como actividad que busca alcanzar, ejercer y mantener el poder. Por lo tanto, siendo que los hombres son volubles, impredecibles y temerosos, la política no tiene porque ser “sucia”.

 

Luego de Maquiavelo, fue más fácil eliminar los elementos disonantes en la política. Hay aportes muy enriquecedores pero también vastos.

 

Una importante transformación se produce gracias al advenimiento de la Reforma protestante. Martin Lutero, y posteriormente Calvino, postularon y defendieron la idea del diálogo interior entre el individuo y la divinidad, a través de la interpretación “no mediada” de la palabra sacra.

 

La reforma se vio alentada, inesperadamente, por una invención inédita: la prensa de Guttemberg.

 

De esta manera, de forma pausada pero creciente, la representación divina sobre la tierra (de lo que estaba bien, de lo que decían las escrituras, etc.) fue herida de muerte y se inauguró la etapa de la libertad de conciencia individual.

 

Con el reclamo por tolerancia religiosa, se origina una nueva escuela de índole racional, “el iusnaturalismo”. El siglo XVII dio origen al derecho natural

 

Claro está que por brevedad debemos limitarnos a dar cuenta de los aportes más significativos, entre ellos, los contractualistas (mnemotécnicamente, en orden alfabético: Hobbes, Locke yRousseau) quienes de forma muy original concibieron un fundamento “racional y atemporal” al origen del

 

Estado y la Sociedad Civil. Los mismos situaron de manera hipotética (una innovación intelectual de la época basada en supuestos) la existencia de un Contrato Social que no dependía de ninguna institución divina o sobrehumana, sino del consenso de sus asociados.

 

Desde el pesimismo de Hobbes, magistralmente ilustrado en la frase “homo homini lupus” (el hombre es el lobo del hombre) que legaba al hombre, por intermedio del “temor a la muerte” y, paradójicamente, el consenso, un Estado fuerte y omnipotente; a Rousseau y su enunciación de la voluntad general como recuperación de la comunidad entre los hombres; al inglés Locke que pregonaba un Estado limitado (y dividido en sus funciones) para defender el “honor, la propiedad y la vida”.

 

Fue la modernidad la que le dio autarquía, independencia y autosuficiencia a la política como actividad centrada en: el ejercicio del poder, el orden y la injerencia en los asuntos públicos (diferente aunque por encima de la esfera privada).

 

Esto es, la política se desprendió de la moral y la religión, y se hizo cargo del Estado.

 

El siglo XX llevará el ejercicio de la política a la esfera del poder del Estado, entendido este como un ente burocrático y profesional.

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